Desde hace un tiempo, vengo notando la peligrosa tendencia en algunos profesionales de la salud a no emitir diagnósticos –incluso sabiendo qué tienen sus pacientes– para no «etiquetarlos».
Ante todo, etiqueta y diagnóstico son conceptos muy distintos. Uno puede ser etiquetado sin tener ningún diagnóstico y puede ser diagnosticado sin sufrir ninguna etiqueta. Es verdad que muchas veces uno es etiquetado a causa de haber sido diagnosticado, pero eso es algo sobre lo que todas las asociaciones que se dedican a la concientización deberían trabajar –muchas, de hecho, lo hacen y muy bien–: erradicar mitos acerca de las diversas condiciones es fundamental.
El diagnóstico como derecho
Primero que nada, el diagnóstico es una información personal y cada persona debería poder tener acceso a toda la información con respecto a sí mismo. La decisión acerca de qué hacer con su diagnóstico también es personal: puede decidir informarlo o guardárselo para sí, pero nadie más que el propio individuo debiera tomar esa responsabilidad.
En caso de niños, obviamente, serán los padres quienes asuman con quién compartir dicha información y el costo o beneficio que pueda esto tener sobre la vida del aún niño.
De más está decir que negar un diagnóstico por dilemas de este tipo es muy contraproducente para el acceso a las terapias o apoyos que cada persona –niño o adulto– pueda necesitar.
El problema de las etiquetas y su marcada diferencia con el diagnóstico
Las etiquetas nacen a causa, principalmente, de la falta de información. Supongamos que un niño tiene muchas conductas disruptivas, que molesta en clase, que se altera fácilmente y que no socializa con sus compañeros de la forma esperada. Es muy probable que ese niño sea etiquetado de «problemático». Si ese mismo niño tuviera una evaluación y fuera diagnosticado con TEA (trastorno del espectro del autismo), la etiqueta de «problemático» será inmediatamente desestimada, ya que se contará con la información necesaria para explicar su conducta e intervenir de una forma mucho más favorable hacia él.
En caso de personas adultas, sucede exactamente lo mismo. Uno puede encontrarse con una persona que haya sido etiquetada como «rara», «asocial», etc. Incluso hay personas que llegan a asumir esas etiquetas nefastas, y cargan con su peso durante muchos años. Un diagnóstico, para estas personas, puede ser la liberación final de todas esas etiquetas acumuladas a lo largo de su vida.
Cuando se etiqueta a causa de un diagnóstico
Ahora pasamos al tema más espinoso: el argumento que esgrimen muchos profesionales para justificar su ambigüedad a la hora de emitir diagnósticos o, directamente, para no emitirlos. Lamentablemente debo reconocer que es habitual «reetiquetar» a alguien cuando recibe un diagnóstico… Es decir, el «niño problemático» pasa a ser el «niño con problemas» –vaya diferencia–, y eso es lamentable. Sin embargo, estoy convencida de que el inconveniente no está en tener la información –insisto en que eso es un derecho–, sino en qué hace la sociedad con la información de la cual dispone.
Aún nos falta mucho como sociedad para poder desestigmatizar muchas condiciones –no solamente a las condiciones del espectro autista– y el etiquetamiento parte de eso. Siento que el subdiagnóstico no solo no ayuda a vencer estos prejuicios, sino que los empeora de forma considerable, ya que solo se le otorgan diagnósticos oficiales a las personas que tienen un compromiso mayor. De esta manera, el perfil a desestigmatizar queda sesgado a los ojos de la sociedad no informada.
Cuando se comprenda que todos somos diversos de una u otra forma, podremos realmente dejar de sufrir etiquetas injustas, prejuicios e ignorancia. Las buenas prácticas diagnósticas, por lo tanto, juegan un papel importantísimo.
Una etiqueta es un estigma, un diagnóstico es un derecho.
Autora: Constanza Pozzati, integrante de Insurgencia Autista ONG.